Tengo un buen amigo al que le encanta complicarme la vida una vez al año.
No he dejado de quererle porque soy buena gente y no me sale. Pero a veces he estado tentada.
Cada año, celebra su cumpleaños rodeado de un montón de gente, que rara vez es menos de 30 a 40 personas. Y lo hace en su piso de 60 metros justitos con una fiesta temática, que cada año elige con una mezcla de apetencia personal, ganas de divertirse y mala leche.
Diseña unas invitaciones que circula por las redes sociales, en las que explica cual será el tema de la fiesta y pide que se vaya vestido para la ocasión. Por su parte, él organiza la ambientación de la casa: decora las estancias, busca música de la época o del tema elegidos, y prepara comida acorde a todo lo anterior. La fiesta transcurre en su salón, de pie y con la comida y bebida colocadas en plan picoteo, claro. Y sí, cabemos todos.
Para los asuntos de decoración le echan una mano algunas amigas que tienen buen criterio y son apañadas; para la música tiene siempre quien le busca y prepara la ambientación y yo entro en la parte de la comida.
Él cocina en su casa una buena parte de lo que se cena, junto con otras dos amigas, y yo me suelo encargar de cocinar en mi casa y llevar el postre o algún plato que hayamos negociado para formar parte del menú principal. Por lo general siempre hay quien lleva un humus casero o alguna empanada, ajustados a la temática, pero la cena la hacemos entre tres o cuatro. Él además casi siempre prepara alguna bebida de época. Nota importante: hay vegetarianos, veganos y un celíaco en la sala.
Veamos.
El año de la fiesta vasca, oye, estuvo bien. La parte vegana fue un poco más compleja pero bien: pinchos variados y un pastel vasco de postre. La fiesta pirata la resolví con unas galletas de ron que corté con forma de monedas y calaveras, y que metí en una caja con forma de cofre del tesoro. La fiesta quinqui moló porque fue muy fácil recrear la comida de los barrios periféricos de los años 70 y la opción vegana vino con unos sandwiches sencillos de ensaladilla. La ambientada en Grease, sin problemas: la masa quebrada vegana está dominada, y las tartaletas de cerezas salieron apañadas. Y luego, llegan esas fiestas donde yo pongo los ojos en blanco según recibo la invitación, veamos:
Fiesta hobbit. A pesar de que los hobbit no existen, y nadie sabe donde viven ni a qué época pertenecen, existen verdaderos tratados sobre la gastronomía en las películas y libros sobre hobbits. Comen carne. Todo el rato. Como el entorno natural de los hobbit es algo similar a lo que podríamos encontrar en los bosques del norte de Europa, opté por averiguar los frutos más habituales en esas tierras para terminar con unos pastelitos de setas, queso y frutos secos que me salvaron el culo con mínima dignidad. No olvidemos que se come de pie, y la comida debe ser fácil de coger con las manos.
Fiesta romana. Lo que comían en las campañas militares de Julio César está sorprendentemente documentado. Pero si no queremos matar animales y colgarlos en mitad del salón, ni cocinar tripas de pescado, igual nos limitamos un poco. Se nos queda la cosa en postres a base de queso, miel y algún fruto seco. No se mataban, no. Y por supuesto, no conocían América: adiós pimientos, tomates y patatas. Hice paté de aceitunas, y una tarta de miel y almendras con requesón. El anfitrión hizo una hidromiel memorable.
Fiesta del Quijote. Qué empeño este chico en buscarse ambientaciones difíciles. Veamos. En varios recetarios de la época he encontrado páginas y páginas de dulces, que en su mayoría son en formato gachas o similares, y que casi siempre mezclan almendras, miel y caldo de gallina. Sí. Caldo de gallina. En la edad media no distinguían mucho entre dulces y salados, y usaban el caldo de gallina para la base de casi cualquier dulce, y la leche de almendras o la miel para casi cualquier comida salada. Sí, en la edad media conocían la leche de almendras, y la usaban mucho.
Así que buscando y buscando, revisando recetarios antiguos, he encontrado un libro de historia de la gastronomía donde hacen unos melindres basados en una receta del siglo de oro. Lo único que hice diferente fue hornearlos en lugar de freírlos en manteca, tal como pedía la original, para que no fueran tan pesados y también porque como tenía que transportarlos, no quería que se reblandecieran, y al horno son más secos.
INGREDIENTES
- Huevos, 3 enteros y 1 yema [usaremos la clara sobrantes en el glaseado]
- Azúcar, 125 g
- Anís, 40 g
- Aceite de girasol, 80 g
- Harina, 600 g [500 + 100 pesados por separado]
- Levadura en polvo, 3 g [levadura de repostería o polvos de hornear]
- Limón, la piel de uno
- Sal, 3 g
- Para la glasa
- Azúcar, 200 g
- Agua, 130 g
- Anís, 20 g
- Huevo, 1 clara
MODUS OPERANDI
Para hacer la receta de melindres, antes de empezar apartamos 1 clara de huevo para la glasa, y reservamos.
Para la masa, ponemos a calentar el aceite en un cazo con las pieles de limón. Cuando esté perfumado el aceite [unos 5-10 minutos a fuego bajo], retiramos las pieles y las picamos. Guardamos por separado el aceite y las pieles de limón picadas.
En un bol ponemos los 3 huevos y la yema con el azúcar, y lo batimos con unas varillas eléctricas hasta montarlo.
Añadimos a esta mezcla el anís y el aceite templado.
Incorporamos ahora 500 g de harina y amasamos. Sólo si nos hace falta, usaremos los otros 100 g de harina, que iremos incorporando de cucharada en cucharada hasta que la masa tenga la consistencia adecuada. Usaremos sólo la que necesitemos, no conviene poner de más para que los melindres no queden duros como piedras.
Dejamos la masa reposar una hora.
A falta de 15 minutos, precalentamos el horno al máximo.
Con la masa ya reposada, formamos los melindres dando forma de lazos como se ve en las fotos, y los horneamos a 180ºC unos 10-15 minutos, hasta que los veamos dorados. Los sacamos a una rejilla y dejamos que entibien.
Para la glasa ponemos en un cazo el agua y el anís a hervir, y añadimos el azúcar. Hacemos un almíbar que esté espesito pero no duro, que haga hilo. Dejamos que se temple un poco, y mientras tanto montamos la clara a punto de nieve.
Cuando el almíbar esté tibio añadimos la claras de huevo montada y lo mezclamos con cuidado.
Bañamos en esta glasa los melindres, y los volvemos a poner en la rejilla. Como el horno aún está caliente, lo apagamos, y usamos el calor que queda para secarlos.
Metemos la bandeja de horno donde los hemos hecho, sin quitar el papel. Encima colocamos la rejilla donde hemos puesto a secar los melindres, y los dejamos en el horno apagado para que el calor los seque más rápido. La bandeja con el papel de hornear sirve para que no goteen al fondo del horno.
Si el horno no está libre porque has metido otra cosa, o los habías hecho en otro momento y está frío, no es necesario encenderlo. Pueden secarse a temperatura ambiente, sólo que tardarán un poco más.
Madre mía que ricos tienen que estar……..y para colmo ese glaseado tan estupemdo
Me llevo dos para esta noche¡¡¡
besitos y cuídate¡¡¡